Afuera la lluvia caía como si el cielo tuviera cuentas pendientes. Dentro de aquel antro solo olía a whiskey barato, tabaco enmohecido y desesperación bien vestida. El pianista seguía machacando la misma melodía lastimosa desde algún rincón, y las risas resonaban con un estruendo aún más falso que las rubias que sonreían en la barra. El ventilador giraba lento, como el último cigarro de un condenado y en la mesa del fondo, una lámpara de pantalla verde colgaba baja, proyectando un círculo de luz sobre mi sombrero. En un lateral de la copa del sombrero, una pequeña estrella doraba tintineaba como testigo mudo de una historia que aún no había terminado.
Ella entró envuelta como celofán en una nube de perfume que podía borrar recuerdos… o fabricarlos. Se acerco a mi mesa, tenía esa mirada —esa mezcla de culpa y peligro— que hacía que un tipo como yo olvidara que siempre hay una trampa.
Tome mi sombrero y lo gire entre mis dedos en un ademan que pretendía apartar el humo y los sombríos recuerdos que me atormentaban esa noche.
“El tipo está muerto, la estatuilla es mas falsa que esas perlas sobre tu cuello y tú... tú sigues jugando a la dama en apuros.
¿Sabes qué es esto, muñeca?”
Le pregunte mientras dejaba caer mi sombrero sobre la mesa como un telón de terciopelo en el último acto de la función.
“Esto, pequeña... esto es lo que queda cuando se apaga la música.
El material con que se hacen los sueños... ¡y las pesadillas!”
"The Maltese Falcon" (1941)
